jueves, 1 de junio de 2017

CUENTO GANADOR DEL XLVI CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO – 2017 EN LA CATEGORÍA PROVINCIAL

Desayuno
amargo


Agustín M. Romero Rosas


Sebastián Santamaría llega a duras penas al banco. Ha caminado tambaleándose a consecuencia de la gran cantidad de alcohol ingerida en las últimas horas. Se sienta, deja el cartón de vino en la tierra, estira las piernas y observa el espacio que le circunda. Parece decir: “Estos son mis dominios”.
A pesar de que la noche acaba de comenzar, hace ya un frío intenso. Pero él parece que no lo siente, pues tiene en el cuerpo el calor que le proporciona la bebida. Se recuesta boca arriba en el banco, con las rodillas flexionadas, buscando las estrellas en el cielo que lo cubre. Su mente viaja rauda al pasado feliz. Recuerda los tiempos de la universidad, en los que eran habituales las discusiones filosóficas hasta el amanecer, las juergas con los amigos, los lances amorosos y los apuntes manchados de café. Eran los últimos años de la década de los setenta, en los que la política lo invadía casi todo y los estudiantes parecían estar en la primera línea de aquella guerra.
Sebastián recuerda las luminosas tardes del final de la primavera estudiando tumbado en la hierba del Parque del Oeste, en el que ahora se encuentra. Le surge entonces la imagen de la Señorita de Aranjuez, como él la llamaba jocosamente. Sus manos blancas y delicadas, su pelo negro azabache, su risa llena de vida. Le viene a la mente una y otra vez el primer beso. Fue durante el viaje del Paso de Ecuador. Estaban en el Salón de Embajadores de La Alhambra. La cogió desprevenida cuando miraba el techo de la estancia, mientras escuchaba las explicaciones del guía. Fue un beso largo, que casi la dejó sin respiración. Pero seguramente también fue inolvidable para ella. Después de aquello vinieron muchos meses felices, de escapadas, de locuras, de amor y de pasión con todas las letras. Pero la Señorita de Aranjuez era de una familia distinguida y no tenía futuro con un muchacho bohemio como aquel. Eso por lo menos era lo que pensaban los padres de ella. Esa fue una razón de peso que finalmente desencadenó la ruptura. Después la vida para Sebastián se convirtió en un barco a la deriva con atraque final en el puerto del alcoholismo. Primero abandonó la carrera y después fue pasando de un empleo a otro, porque los perdía por culpa de su afición al alcohol. Finalmente, la calle se convirtió en su casa.
El sueño gana la batalla a los pensamientos de Sebastián. No tiene una mala manta con la que taparse ni ganas de acudir al albergue municipal. Termina de estirar su cuerpo, dejando sus pies colgando por fuera del banco, por debajo del reposabrazos. Allí duerme con su largo cuerpo, bajo la luz tenue de una farola medio rota por los niños. Una nube cubre de repente la luna llena y las sombras se adueñan del parque. Así queda Sebastián Santamaría, olvidado del mundo, a merced de la noche.
……….

El despertador suena impertinente, como todas las mañanas, a las siete en punto. Virginia se estira con lentitud y se levanta de la cama malhumorada, como siempre. Ya en el baño, se mira en el espejo. Se observa con detenimiento, buscando alguna arruga nueva, alguna imperfección más que le dé nuevos argumentos para su pesimismo perenne. Arrastra su existencia mecánicamente, sin demasiadas ilusiones, agarrándose a pequeños detalles que la mantienen viva: la lectura de un buen libro junto a la chimenea de la casa del pueblo, una película de Audrey Hepburn o la música de Bach, que le encanta. Se quita el pijama y se mete en la ducha disfrutando de uno de esos momentos de felicidad, dejando caer el agua con fuerza sobre su cara y su cabello.
Virginia es metódica. Pone orden exterior para contrarrestar su desorden mental. Tiene la ropa preparada sobre una silla. Se viste con parsimonia. Después entra en la cocina. Introduce una rebanada de pan en la tostadora y saca de la nevera la mantequilla, la mermelada y el bote de leche. Coge la taza que ya estaba preparada en la mesa y la llena casi hasta el borde con leche y un chorrito de café. La calienta en el microondas durante 40 segundos, tiempo más que suficiente para recoger la tostada y colocarla sobre la mesa. Saca después la taza y enciende la radio.
(…) la temperatura en el exterior de nuestros estudios es de cuatro grados bajo cero. En este gélido día, Madrid se ha despertado con un trágico suceso en Carabanchel. Dos ancianas han fallecido a consecuencia de un escape de gas que se ha producido (…)”
Virginia unta con lentitud la tostada con una fina capa de mantequilla y otra de mermelada. Se le escapa un bostezo. Tiene sueño atrasado. Dirige su mirada a la ventana. Observa como el cielo va clareando.
(…) pero esta no es la única noticia que tiñe de negro este día en Madrid. Ha sido encontrado en el Parque del Oeste un mendigo que ha fallecido durante esta noche por las bajas temperaturas que se han registrado. Según la documentación que portaba, se trataba de Sebastián Santamaría, de 56 años de edad (…)”
Virginia se queda paralizada al escuchar la noticia mientras la tostada cruje entre sus dientes. De repente se le revuelve el estómago. Siente náuseas. El frío se apodera de su cuerpo. Tiene unas incontenibles ganas de gritar y de llorar. Comienza a sollozar. Las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos. No puede parar.
Virginia Vilches Gutiérrez, de 56 años de edad, natural de Aranjuez, provincia de Ciudad Real, licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, funcionaria del Estado, soltera, metro setenta y dos de altura, es una mujer rota en esta fría mañana de Madrid. Para Virginia será un mal día, y una mala semana, y mal mes, y seguramente también un mal año. Probablemente el resto de su vida seguirá resbalando indefectiblemente hacia la desesperanza.


CUENTO GANADOR DEL XLVI CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO – 2017

La encrucijada de sus mejillas

José Agustín Blanco Redondo

Sentía que mi destino era infinitamente más
solitario que lo que había imaginado”
Ernesto Sábato

Ya era suyo. No tenía escapatoria. El chaval de las mejillas pálidas acercó su rostro al escarabajo y lo siguió con la mirada, su caminar demorado sobre la grama del huerto, el cuerno recurvado hacia atrás, su caparazón destellando ante el sol del mediodía en tonos de caoba, o de ámbar, o de cobre. Lo empujó con una rama de higuera hasta que consiguió darle la vuelta. El coleóptero quedó entonces indefenso, agitando las patas en un pedaleo inútil, cómico, hasta que inflamó sus élitros contra el suelo y enderezó el cuerpo para proseguir su perezoso deambular.
Era verano y las tardes se prolongaban más allá de los esfuerzos de los chiquillos por gastar cada uno de los minutos en entretenimientos propios de los pueblos pequeños, apedrear perros vagabundos, buscar nidos de torcaces en los aleros de las encinas, derrapar con las bicicletas en los caminos por entre un fárrago de polvo, guijarros y alaridos de admiración, seguir y piropear a las muchachas, siempre a una distancia prudencial, soñar con futuros de éxitos y lujo desmedido mientras se fumaban un cigarro tras las tapias del cementerio.
El chaval de las mejillas pálidas depositó el escarabajo en una caja cartón y lo llevó al abrevadero. El agua quieta recibió el cuerpo del insecto en sus fauces oscuras, apenas un chapoteo leve, un amago de flotar truncado por esa ley física que hunde en los fluidos los cuerpos más densos, un brillo de salitre en las pupilas del muchacho, un leve hilo de saliva en la comisura de sus labios, sí, cómo estaba disfrutando con la agonía de aquel condenado bicho. Introdujo el brazo y palpó entre el verdín del fondo hasta localizarlo. No deseaba que muriera ahogado en el agua turbia de un pilón, al menos por ahora. Lo arrojó sobre una lancha de caliza, al sol, para que recuperara lentamente sus capacidades andariegas y poder ensayar con él, de nuevo, esos rudimentos sobre torturas que merodeaban en su mente. Llegó a pensar en colocarlo sobre una ballesta como cebo para el alcaudón o las urracas, pero decidió al fin destinarlo a otros menesteres. Aquel escarabajo iba a dar lo mejor de sí mismo.
Las hormigas trazan sendas en la grama, la desbrozan en trochas delgadas que conducen a sus cubiles subterráneos. Qué mejor manera de divertirse que colocar un escarabajo patas arriba en una de estas sendas para que sea atacado por una columna de hormigas soldado, esas luchadoras de cabeza y mandíbulas aparatosas capaces de despiezar a sus presas en instantes. Cuando el coleóptero se encontró rodeado de aquel furioso tropel de insectos, inflamó los élitros sobre la tierra, giró su cuerpo y emprendió un vuelo torpe, medroso, sin apenas poder desprenderse de su lastre de patas y mandíbulas ajenas. El muchacho de las mejillas pálidas emitió una risa honda, casi sin abrir los labios, como un ronquido incrédulo, satisfecho ante los apuros del escarabajo por salvar su vida. Sabía que el caparazón quitinoso del dorso lo hacía inexpugnable, pero también sabía que por la zona del vientre resultaba vulnerable. Y ahí era precisamente donde las hormigas concentraban sus dentelladas. El vuelo del coleóptero apenas superó el par de metros. Su cuerpo cayó con un rumor de madera astillada sobre las matas de calabacines, entre un revoltijo de artejos, antenas y mandíbulas laboriosas.
Su pericia en el arte de atormentar seres vivos le provocó un escozor de agujas en las sienes. Ya había sido suficiente. Recogió el escarabajo, lo liberó de las hormigas aferradas a sus patas, lo depositó en la caja de cartón y se dirigió con él al viejo almacén de su padre. Allí rellenó un frasco de cristal con alcohol, introdujo dentro al desdichado insecto y, tras cerrar el tapón de rosca, lo convirtió en su sepultura. Una agitación breve de artejos precedió a la inmovilidad de la muerte. El coleóptero quedó allí, amortajado en aquel líquido transparente, su caparazón destellando en tonos de caoba, o de ámbar, o de cobre ante los hilos de sol que penetraban por la ventana. Las pupilas del muchacho destellando con los mismos brillos del salitre, su rostro pegado al frasco, las mejillas ligeramente enrojecidas por la emoción inefable de aquel momento. Con su mejor letra, escribió en una pegatina “Escarabajo rinoceronte” y los dígitos de la fecha del sepelio, la adhirió al cristal del frasco y dejó éste en la estantería, acumulando polvo e impotencia. También treinta y cinco, tal vez treinta y seis años de olvido.
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Hacía demasiado tiempo que no pisaba el pueblo. La muerte de su padre le había sorprendido en Londres, en ese trabajo tan bien remunerado como jefe del servicio de seguridad de la embajada española, un caserón albarizo ubicado en el número 39 de Chesham Place, entre Hyde Park y Buckingham Palace. Pascual era policía nacional y entre sus cometidos se encontraba el de garantizar que los desplazamientos oficiales y privados del embajador y de su familia transcurrieran ajenos a cualquier incidente. Esa tarde, tras conocer la noticia, tomó el avión de las siete y cuarto con destino a Barajas. Durante el vuelo tuvo tiempo de pensar. Quizá en el pueblo creyeran que no había sido un buen hijo. Un buen hijo no ignora a sus padres durante casi treinta y seis años, los años transcurridos desde que se marchó, tras la última de las discusiones -aquella en la que volaron todos los objetos de cristal y loza de la casa-, a buscarse la vida en los arrabales de la ciudad. Él era entonces un muchacho de mejillas pálidas y bigote incipiente, un chaval que llevaba demasiado tiempo pergeñando cuál sería el momento de largarse de aquel maldito pueblo y poder así prosperar, lejos, muy lejos de la servidumbre de unas tierras que su padre reunió dilapidando tesón y sacrificio. Un desagradecido, eso es lo que eres, un condenado desagradecido. Lárgate de una puñetera vez si es lo que quieres, pero no se te ocurra volver por aquí... Fueron las últimas palabras que le dirigió su padre, las mismas palabras que ahora retornaban para intentar clavarse, con un frío de hierros oxidados, en ese pedrusco de basalto que tenía por corazón. Apoyó el mentón sobre el dorso de la mano y perfiló una sonrisa que quedó allí, helada, en la encrucijada de sus mejillas pálidas, sí, ya era hora de que aquel viejo estúpido le dejara en paz y se largara con sus consejos, sus monsergas y sus frases lapidarias lejos de este condenado mundo.
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La casa de piedra caliza. La puerta ensamblada en madera de roble. El zaguán, la cocina, la lumbre apagada. Su alcoba. Su mirada, sobre las mejillas pálidas, restregándose sobre aquel pasado infantil y adolescente que le esperaba en un muestrario inmóvil, ajeno al discurrir del tiempo: la ventana de cristales viejos, de esos que distorsionan el paisaje y convierten los árboles y los sembrados en imágenes ondulantes; las canicas, los indios de plástico acosando las empalizadas del fuerte, la diana y los dardos, la escopeta de aire comprimido, el tirachinas. Su colección de huevos de pájaros, los moteados de la urraca, los azules del estornino, los blancos de la tórtola. Sobre la mesilla de noche, un papel doblado que sus manos recogen con delicadeza, como si fuera a convertirse a su contacto en un rimero de cenizas blancas. Es la letra de su padre, una caligrafía adusta, apretada, con trazos tenaces que dejan huella en el reverso del papel. Sus pupilas abismadas, como empeñadas en desentrañar el enigma apostado en aquellas frases escritas por un anciano que conoce el desenlace cierto de su enfermedad:
Ahora todo es tuyo, haz lo que quieras con ello, véndelo – el vecino con el que comparto linderos estará encantado de quedarse con las tierras- o quémalo si crees que debes hacerlo. Sólo te pido una cosa: pásate antes por el almacén”.

El almacén. La puerta chapada de cinc. El gemido de los pernios arañando el polvo, la penumbra, el silencio. La sonrisa escarchando aún la encrucijada de sus mejillas pálidas. Al fondo, en la estantería, los últimos hilos del sol de la tarde inciden sobre el frasco de cristal, despertando reflejos de caoba, o de ámbar, o de cobre en el cuerpo del escarabajo. Su mirada parece dudar ante la belleza indeleble del insecto antes de trasladarse al contenido del tarro contiguo, alcohol embebiendo dos pequeños despojos del mismo color de la arcilla. La sonrisa helada se deshace en regajos de incredulidad al leer la etiqueta que cuelga de la tapa del frasco. Es la letra de su padre, de nuevo, con la fecha y los pormenores de la intervención. Sus mejillas pálidas tiemblan con espasmos leves. Sus manos se entrelazan y se retuercen hasta blanquearse los nudillos. Crujen las coyunturas de los dedos. Los párpados, al cerrarse, enmudecen esos reflejos de salitre que lastran su mirada desde niño. Se saca la camisa para palparse las dos cicatrices que tatúan su zona lumbar, intentando asimilar lo sucedido. Su padre jamás le habló de eso. El hombre busca en el bolsillo el sobre que contiene el certificado de defunción, sí, ahí han consignado la causa de la muerte, insuficiencia renal crónica. Pascual no sabe muy bien lo que es eso. Lo único que sabe es que los riñones atrofiados que le extrajeron de niño reposan en el almacén, amortajados en alcohol, ajenos al tiempo y al silencio. Lo que ya jamás podrá averiguar es si su padre continuaría ahora con vida de no haber donado a su hijo enfermo, a su hijo de nueve años, uno de sus riñones. Un órgano que le ha permitido continuar existiendo, y hacerse adolescente, y marcharse de casa por entre un estropicio de loza y cristal, y ganar las oposiciones al cuerpo de policía nacional, y dedicarse a ese trabajo tan bien remunerado como jefe de seguridad en un caserón albarizo que alberga la embajada española en la capital de Gran Bretaña. Y maldecir a su padre. Maldecirle durante más de treinta y cinco años.